La era de la censura progresista
El progresismo tiene un talante intolerante y censurador muy peligroso para la libertad
Por: Diego Andrés Díaz para Extramuros
Uno de los tópicos más recurrentes de los últimos años es la idea de que ya no existen “izquierdas y derechas”. Este eslogan suele venir acompañado de lo que es para mi una errónea interpretación de esos conceptos, que no tienen una carga ideológica o filosófica, sino más bien son una mísera descripción de un espectro político, o en el mejor de los casos, una intuición de la personalidad, un talante, una actitud que no tiene mayores coordenadas que la visión con respecto al igualitarismo y las diferencias humanas, o la concepción del tiempo y el devenir, en su mirada o progresista, o libre. No más que eso. Lo que quizás sí esté en crisis profunda no es tanto estas coordenadas de filosofía política sino el proyecto histórico de la modernidad occidental, pero ese es otro debate, a mi entender.
Traigo a colación este punto porque esa idea que navega por el ideario occidental y local la creo bastante desacertada. Una y otra vez, los hechos son porfiados y ponen, de forma nítida y clara, como mascarón de proa del más totalitario y nauseabundo centralismo político, sistema de control y persecución de las ideas y formas de vida que no se someten al futurismo tiránico y destructivo, y adoración idolátrica al Estado; al Progresismo en sus más diversas manifestaciones.
Parece que el escarmiento general que nos propinaron en la infame pandemia los salvadores mesiánicos del futurismo progresista no sirvió en absoluto para desenmascarar a los tiranos de la sonrisa falsa que han acompañado desde siempre, cualquier idea colectivista que suponga el odio a la libertad. La pandemia y su pretensión de sistema cerrado y totalitario de “centralismo político” descolocó a algunos de sus eternos y entusiastas promotores, porque fue tan descarado el atropello a los ciudadanos que no se bancaron la piña en la boca que representaba que sus ideas de colectivismo cool mesiánico y revolución progresista redentora estuviera en el corazón ideológico y conceptual de la hora negra de los encierros, las cuarentenas, las rentas básicas, las censuras y las persecuciones más infames.
La actitud de los progresistas
Pero estos progresistas pseudo indignados, que vociferaron y balbucearon su preocupación por el descaro totalitario de la pandemia, a la primera de cambio olvidaron una máxima que desconocen desde siempre: la libertad es una sola, no se divide según la situación, no se puede usar como arma de indignación e invocar lo beneficioso de su reinado, y a los dos minutos exigir que el monstruo criminal que atentó contra ella de forma descarada -el estado en sus diferentes formas, tanto sean nacionales como macroestatales- nos pise la cabeza y “controle” tanta buena tendencia humana a decir lo que se piensa, sin recibir una reprimenda de alguna infame “Oficina de la Verdad” donde algún burócrata cornudo ebrio de sovietismo en sangre nos va a controlar.
Cuando uno repasa la infame nota publicada por el señor Sarthou pidiendo controles y censura desde el Estado para defendernos de las “empresas privadas” y sus “mentiras y manipulaciones”, además de señalar la falsedad de este argumento, puede advertir que ya era hora que quedara con total evidencia que nunca le pareció un problema ni la censura ni la persecución, ni las campañas de control de la opinión que los estados derramaron de forma criminal contra los ciudadanos.
El problema en este caso es que la libertad que quiere cercenar a través del control del estado, cree que es útil para atacar al demonio de siempre: el capitalismo. Y allí, en ese concepto, entra todo lo que huela en su ineficaz nariz, a libertad económica, a propiedad privada, a libertad de decisión de los ciudadanos, a no ser un esclavo del estado, no ser un siervo de algún burócrata trasnochado, a no aceptar que nuestra vida puede ser dirigida por algún cagatintas urbanita que enjuaga su resentimiento social en sentimentalismo berreta y soberanismo de cartulina.
Lo más impactante es que este pedido por el cual exige que el estado nos salve se funda en un error: según esta concepción, las nuevas empresas de comunicación y las redes sociales de distinto tipo son las que nos “censuran”, porque se les canta, porque simplemente así son los capitalistas en la película barata del jacobinismo cultural. Y esta idea para mi equivocada, se sostiene luego de que se pusieran sobre la mesa toneladas de evidencia donde tanto los Estados nacionales como los organismos de gobernanza supranacional se dedicaron de forma sostenida y sistemática a promover la censura en todos los medios de comunicación a partir de acciones concretas del poder, silenciamiento de voces disidentes, amenazas a los dueños de empresas, intentos de expropiación, entre otros mecanismos criminales.
Uno repasa la historia de la revista extramuros y los artículos que han tratado estos temas en los últimos cuatro años se amontonan en una serie interminable de evidencia y análisis que debería causar vergüenza no advertir que fue el Estado y el centralismo político el censurador. No solo por la naturaleza de la acción de algunos de estos medios coaccionados e intervenidos por los estados y agencias políticas descrito en varios artículos sino por la actual coyuntura política: en el preciso instante que se pide la intervención estatal para controlar estas “peligrosas empresas” -empresas en las que escribe sus opiniones “jugadas” que no reciben la más mínima censura- la lista de avances contra la libertad de expresión en occidente se agudiza a un nivel insostenible, y en todos los escenarios existe un denominador común: el Estado, y las fuerzas políticas progresistas que hacen de su existencia y adoración un fin en sí mismo.
La situación internacional
El repaso no exhaustivo debería darnos una mensura de la situación: en Brasil, el izquierdista gobierno de Lula persigue y encarcela disidentes, y le exige a la red social X de Elon Musk que censure usuarios aceptando acuerdos extrajudiciales, el gobierno progresista laborista inglés encarcela ciudadanos que tengan opiniones críticas con la política de inmigración, el gobierno socialista español exige la censura generalizada alegando combatir los “discursos de odio”, la socialdemócrata “Unión Europea” propuso acuerdos ilegales a Elon Musk para censurar opiniones disidentes y exigió que se censure a Donald Trump, el dictador socialista Maduro -el dictador chavista, dictadura que supo defender- exige la prohibición de redes sociales como X, Tik Tok y WhatsApp en medio de acusaciones delirantes de complots contra su régimen, y la ola ya inocultable de exigencias legislativas que las izquierdas y sus aliados (nacional alcahuetes, liberales de centro, progresistas woke) empujan en todo occidente exigiendo censura y control de lo que denominan “fake news”, “discursos de odio”, “agresividad ultraliberal” o “discursos de ultraderecha”.
Hay dos casos muy actuales que son especialmente impactantes: Brasil y la Unión Europea. En Brasil, la red social “X” finalmente se retirará en medio de una escalada creciente del Juez Alexandre de Moraes -juez que operó en el caso de corrupción de Lula para liberarlo por un tecnicismo- en la promoción autoritaria utilizando el aparato del estado para censurar cuentas de cualquier discurso disidente contra su actuación y la del gobierno de Lula. Toda y cada una de las órdenes de censura -ya se censuró Rumble, y anteriormente había censurado Telegram temporalmente hasta que bloquearon a un importante número de usuarios sin ningún proceso judicial existente.
El periodista Glenn Greenwald – actor clave en la lucha contra la censura en épocas de pandemia- ha investigado este proceso y ha logrado exponer, junto a periodistas brasileños, un enorme entramado dentro del Estado y en el entorno de este juez y el presidente de corrupción y conducta criminal, conductas incompatibles con el cargo, atentado a la democracia, y en el caso del ministro del Tribunal Supremo Federal, se le acusa de ordenar clandestinamente la producción de expedientes y fabricación de delitos inexistentes, la emisión de juicios anticipados sobre procesos no juzgados, contrariando la ley, además de decretar bloqueos de redes, multas, cancelación de pasaportes a partir de documentos ilegales sin proceso judicial.
La Unión Europea
El caso de la Unión Europea es especialmente grave: el mes pasado, la “Vicepresidenta ejecutiva de la Comisión Europea UE preparada para la era digital y Comisaria de Competencia”, Margrethe Vestager señalaba lo siguiente: “…en nuestra opinión, @X no cumple con la Ley de Servicios Digitales en áreas clave de transparencia. Confunde a los usuarios, no proporciona un repositorio de anuncios adecuado y bloquea el acceso a los datos a los investigadores. Es la primera vez que publicamos conclusiones preliminares en virtud de la Ley de Servicios Digitales…”. La respuesta del propietario de X, Elon Musk, no solo señalo que su red social no aceptaría la extorsión ilegal de la Unión Europea de ofrecerle la no aplicación de “multas” por no cumplir con las “Normativas” que este superestado exige para “proteger a la población” -aquí la burócrata Margrethe Vestager y el señor Sarthou afinan en el mismo tono- sino que además, blanqueó la situación por la cual esta práctica extorsiva e ilegal se aplica a las demás redes sociales, que para proteger sus actividades empresariales -que es en sí su único interés- cedieron a las amenazas. La respuesta fue contundente: “…La Comisión Europea ofreció 𝕏 un acuerdo secreto ilegal: si censurábamos silenciosamente el discurso sin decírselo a nadie, no nos multarían. Las demás plataformas aceptaron ese acuerdo. 𝕏 no lo hizo.”
El uso de la agencia europea DSA de una “ley de servicios digitales” para coaccionar a las redes sociales y obligarlas a censurar usuarios que sean críticos con las políticas que la CE quiere imponer en Europa es una perla más de un collar conocido. En todos los ejemplos actuales, son los estados. Ese es el punto central de este debate. La coartada sentimentalista y abstracta de la “creación de leyes” para “proteger nuestra libertad de expresión” que habiliten herramientas legales de coacción y censura a alguna agencia de burócratas y políticos que nos monitoreen y dirijan el tránsito de ideas y opiniones, es la excusa típica de los gobiernos autoritarios para legitimar su control y su centralismo político. La visión paternalista que subyace a esta propuesta que apela a la “corrección política” y una supuesta “superioridad moral” en el uso impersonal del “estado” como abstracción para protegernos, es la retórica de los jacobinos de siempre que no pueden tragar que es la defensa de la descentralización, la propiedad privada y los mercados de libre concurrencia la única y real garantía de la libertad de expresión.
Pero esa no es la única estafa detrás.
Supongamos las buenas intenciones de la idea. Existe un primer problema ya señalado -son los Estados los que han censurado, las empresas de comunicación son meros vehículos intervenidos y coaccionados para eso-, al que se le suma uno que rompe los ojos: la esperanza de que una ley proteja nuestra libertad de expresión se manifiesta en medio de la debacle de las bases del derecho en occidente. Los sistemas jurídicos de raíz liberal, -basado en los derechos y obligaciones de los individuos frente a sus actos, la presunción de inocencia, las garantías de un proceso justo e independiente, la igualdad ante la ley- hoy han saltado por los aires, con sus consecuencias en todos los campos de la vida en sociedad, tanto para el ciudadano promedio, hasta incluso para el político más encumbrado.
Lamentablemente en esta etapa histórica de occidente donde se deterioran los derechos individuales y su salvaguarda jurídica, la libertad de expresión y la libertad de prensa, este derrumbe solo se vuelve tema público cuando alguno de los miembros del “mainstream mediático-político” recibe una dosis del veneno, recién cuando la ola golpea los pies de alguno de los que hasta hace poco nadaban en esas aguas envenenadas de las “perspectivas” -de género, raciales, de clase, o de cualquier tipo de colectivismo- aplicadas a la interpretación jurídica.
Todo el espectro político, escorado hacia la izquierda, metió la cabeza en la arena por años, temeroso de ser catalogado como “indeseable” por el programa destructivo de las “políticas identitarias” que dominan como la nueva verdad revelada, cargadas de wokismo y neomarxismo de cartulina. Este proyecto ha despertado en enemigos, adversarios y eventuales aliados un terror singular, fruto de ser en todos los casos, un arma de doble filo.
Las políticas identitarias -las que se van a aplicar protegiendo nuestra “libertad de expresión” según el pedido realizado por Sarthou- que destruyeron la igualdad ante la ley son en su esencia “deconstrucción instrumental”, por lo que su carácter disolvente “en sí” -y no tanto como “medio”, atropella toda manifestación de cultura y opinión que es presentada como hegemónica que debe de ser disuelta, sin tener el bagaje y la sofisticación de las viejas teorías revolucionarias de las izquierdas tradicionales, las cuáles hoy hasta los adversarios históricos las vemos con añoranza.
Cuando se intenta poner un límite desde dentro del “progresismo”, el wokismo corroe y disuelve su contorno y se vuelve contra el circunstancial objetor por más bien intencionado que se presente, porque su esencia es el método. A las viejas metáforas de “revolución perpetua” que balbuceaban los revolucionarios del siglo XX, el wokismo le impone la lógica de llevar este conjunto de prácticas a su lógica finalista. Así, hoy vemos a más de uno de los militantes de estas políticas basura -por acción u omisión, por espíritu destructivo o cobarde silencio- ser víctima del cuchillo que ayudó entusiasta a afilar. La destrucción de los derechos individuales y el marco jurídico liberal tiene como consecuencia la destrucción de la convivencia, indefectiblemente.
Mataron la presunción de inocencia, la igualdad ante la ley, en nombre de su falsa superioridad moral, utilizando argumentos sensibleros, financiación de organismos globales basura, apoyando causas destructivas de intereses inconfesables. Apostar a que el asesino de la libertad de expresión -los estados nacionales “de bienestar occidentales” y los supraestados globalistas- sea el que nos salve es sencillamente un delirio.
Imagino que debe de ser duro advertir que detrás de las fuerzas ideológicas y políticas que promueven esta ola censuradora están los supuestos valores que defendió toda su vida buena parte de la vieja izquierda. El desbarranque emocional es grande, pero en lugar de advertir que la censura es inevitablemente una potestad y política constante de los Estados, y más específicamente de las fuerzas de los progresismo en occidente, prefiere meter la cabeza en la arena y pedir más Leviatán opresor para salvarnos de nosotros mismos.
Por eso, ampliar las potestades de censura del estado para garantizar una supuesta “libertad de expresión” es, en el mejor de los casos, afilar un peligroso bisturí bajo pretexto de que será usado para cortar lo enfermo. Olvidan que el cuchillo que afilas y legitimas hoy con esa excusa, será usado mañana por otras manos para cortarte el cuello. No se que creen que logran al alimentar al único Leviatán real que, agazapado, espera su oportunidad para destruir las libertades individuales. Están convencidos que el problema no es el poder del Estado y su crecimiento, sino que este no está en sus “honestas manos”. Esta torpe idea, evoca una máxima imperecedera que siempre nos muestra un nuevo capítulo: “en cada generación hay un selecto grupo de idiotas convencidos de que el fracaso del colectivismo se debe a que no lo dirigieron ellos”
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