
#Desliz | Sinaloa arde… y Palacio Nacional aplaude
A diez meses del inicio de una nueva fase de la guerra interna dentro del Cártel de Sinaloa (CS), la entidad enfrenta una de las crisis de seguridad más graves de su historia.
Sinaloa lleva casi un año bajo fuego. Las cifras se amontonan con precisión quirúrgica: más de mil seiscientos asesinatos dolosos, mil setecientos secuestros y cerca de seis mil vehículos robados desde septiembre pasado. Cada número tiene rostro, nombre, madre, ausencia. Pero en los pasillos del poder, no hay prisa. Ni vergüenza.
Desde hace diez meses, la tierra de los Guzmán y los Zambada se desangra en silencio. La guerra interna por el control del Cártel de Sinaloa, esa vieja estructura criminal que aprendió a vivir entre los brazos del poder político, se ha recrudecido con la ferocidad de quienes ya no pelean por plazas, sino por sobrevivencia. Los Chapitos y Los Mayitos, dos apellidos con historia y pólvora, disputan no solo rutas y laboratorios, sino también el relato que quedará en la memoria del narco mexicano.
Y en medio del caos, el gobierno.
Rubén Rocha Moya, gobernador morenista, camina entre los muertos con una impavidez que solo podría explicarse desde la complicidad o la resignación. Eludido por su propio discurso de transformación, su silencio se ha vuelto una consigna. Ni los levantones en pueblos enteros, ni las narcomantas que exhiben a mandos infiltrados, ni el miedo que se esparce como neblina sobre las calles de Culiacán, han provocado en él algo más que declaraciones tibias y promesas huecas.
El Estado, así, se ha vuelto un espectador más.
La ilusión del control
Hace unos días, el secretario de Seguridad Pública federal, Omar García Harfuch, presumía en la mañanera una lista de operativos exitosos: mil 400 detenidos, más de 58 mil kilos de droga incautada, una tonelada y un millón de pastillas de fentanilo aseguradas, y 87 laboratorios desmantelados. La numeralia suena bien. El problema es que la realidad no ha cambiado un centímetro.
Porque la gente no mide la seguridad en kilogramos ni en cateos. La mide en función de si puede salir a la tienda sin miedo a no volver. La mide en el número de hijos que aún siguen vivos. La mide con el reloj de los desplazados, con los calendarios de los desaparecidos, con el insomnio de los que saben que el gobierno no es refugio, sino riesgo.
¿Quién gobierna Sinaloa?
El conflicto interno en el Cártel de Sinaloa, catalizado tras la captura y entrega de Ovidio Guzmán López —El Ratón—, ha desatado una purga en todas direcciones. Se habla de posibles alianzas con el Cártel Jalisco Nueva Generación, se especula sobre traiciones internas, se teme una fragmentación de los clanes históricos. Lo cierto es que Sinaloa se ha convertido en un tablero de ajedrez criminal, donde las fichas no las mueve el Estado, sino el hampa.
Y eso se nota. Las balas ya no se disparan solo en zonas rurales, ahora se oyen en escuelas, avenidas, gasolineras. Los desplazamientos forzados son hoy tan comunes como los informes de gobierno. La desconfianza hacia las autoridades no se expresa, se asume: nadie cree que quien gobierna Sinaloa sea Rocha Moya.
El precio del silencio
En este contexto, no sorprende que el asesinato del exrector de la Universidad Autónoma de Sinaloa, Héctor Melesio Cuén Ojeda, no haya conmovido al poder local. La muerte, cuando es política, se esconde mejor. Y sin embargo, ahí está la herida: abierta, impune, llena de rumores y sospechas que el propio gobernador ni ha intentado limpiar.
La guerra sigue. Las víctimas también. Pero el poder calla.
Una república sin vergüenza
México, y particularmente Sinaloa, vive un momento crítico: el narco ya no desafía al Estado, lo suplanta. Lo regula, lo negocia, lo dosifica. Y cuando lo necesita, lo entierra.
La Cuarta Transformación ha fracasado estrepitosamente en su promesa de pacificación. Donde juró abrazos, dejó cadáveres. Donde dijo combate a fondo, improvisó espectáculos. Y donde ofreció justicia, sembró indiferencia.
Sinaloa no necesita más cifras ni más soldados. Necesita que alguien asuma el costo de gobernar con dignidad. Porque gobernar no es repartir propaganda, es cargar con los muertos y hacer algo para que no sigan multiplicándose.
Mientras eso no ocurra, la narcoguerra seguirá siendo la única autoridad real en el estado.
Y el gobierno, apenas un espectador en las sombras de su propia cobardía.
Por cierto, ¿y El Rocha? ¿Sigue mudo, o ya encontró otra manera de fingir que no pasa nada?
A chambear.
@GildoGarzaMx
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