Una pintura histórica que muestra una reunión de personas en un salón con arcos y un fondo verde.
OPINIÓN

Cabildo Abierto: cómo los patriotas torcieron la balanza el 22 de mayo de 1810

Invitaciones manipuladas, soldados parciales y una plaza copada marcaron el inicio de la Revolución.

El 22 de Mayo amaneció fresco y lluvioso. Desde temprano, la Plaza de la Victoria estaba cercada por consignas de soldados, dispuestos por el Virrey.  Debían impedir el paso a cualquier persona ajena a la convocatoria al Cabildo Abierto. Los asistentes debían exhibir la invitación a los cuerpos criollos apostados en las bocacalles; y de allí podían dirigirse hacia el Cabildo porteño.

Para participar en un Cabildo Abierto había que ser vecino con residencia ininterrumpida en la ciudad, y de un cierto nivel socioeconómico, ya que se exigía que tuvieran casa, caballo y armas. Se les llamaba  “la parte principal y más sana del vecindario”. Podían ser beneficiarios de franquicias y permisos comerciales, así como encomenderos. Se les permitía acceder a los cargos públicos del Cabildo: regidores (que serían algo así como los actuales “concejales”) y alcaldes (intendentes). Figuraban, además, empadronados en los registros del Cabildo. En aquel entonces,  Buenos Aires tenía alrededor de 45.000 habitantes y figuraban dentro de esta categoría como 450 vecinos (aproximadamente el 1 % de su población).

Irregularidades en la preparación del “Cabildo Abierto” 

Las invitaciones se imprimieron en la Real Imprenta de Niños Expósitos, la única disponible en la ciudad, cuyo concesionario era Agustín Donado, un partidario de la Revolución de Mayo, olvidado por nuestra historia. Así, los revolucionarios manipularon la impresión y distribución de las invitaciones. 

Se cree que se imprimieron 600, en vez de las 450 esquelas originariamente previstas. A propósito, muchas de ellas no se entregaron a reconocidos vecinos realistas; y se distribuyeron otras, sin consignar nombre ni identificación, a criollos que no debieron haber participado del Cabildo Abierto; porque no figuraban dentro del “padrón” que manejaba el Cabildo. 

Un documento antiguo con texto en español que menciona una convocatoria del Cabildo para asistir a una reunión el 22 del corriente a las 9, con instrucciones sobre la presencia de tropas para garantizar la seguridad.
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Pero las “trampas” no terminaron ahí: los soldados apostados en las bocacalles de acceso a la plaza y al Cabildo no dejaron ingresar a varios partidarios del Virrey, no bien los hubieren identificado; pese a que éstos portaban sus invitaciones respectivas. 

La Versión de Cisneros

Con respecto a estas maniobras, cuenta Cisneros: “Había yo ordenado que se apostase para este acto una compañía en cada bocacalle de las de la plaza, a fin de que no se permitiese entrar en ella ni subir a las Casas Capitulares persona alguna que no fuese de las citadas; pero la tropa y los oficiales eran del partido; hacían lo que sus comandantes les prevenían secretamente y éstos les prevenían lo que les ordenaba la facción: negaban el paso a la plaza a los vecinos honrados y lo franqueaban a los de la confabulación; tenían algunos oficiales copia de las esquelas de convite sin nombre y con ellos introducían a las casas del Ayuntamiento a sujetos no citados por el Cabildo o porque los conocían de la parcialidad o porque los ganaban con dinero, así es que en una Ciudad de más de tres mil vecinos de distinción y nombre solamente concurrieron doscientos y de éstos, muchos pulperos, algunos artesanos, otros hijos de familia y los más ignorantes y sin las menores nociones para discutir un asunto de la mayor gravedad”.

En el interior del recinto, los criollos tampoco se caracterizaron por sus buenos modales. Algunos partidarios del Virrey contarán luego que se los trataba de “locos” o bien, “se les escupía, se les mofaba, se les insultaba y se les chiflaba”.

Un grupo de hombres con sombreros de copa y trajes de época se reúne en una escena animada, algunos sosteniendo paraguas.
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Comienza el debate

Con la presencia de 251 “vecinos” arrancaron las deliberaciones a las 9 de la mañana. Asistieron: 56 militares (entre ellos Saavedra), 18 alcaldes de barrio, 4 marinos (Ruíz Huidobro), 24 clérigos (entre ellos, el Obispo Lué y el cura Solá), 4 escribanos (Núñez), 20 abogados (entre ellos: Castelli, Moreno y Paso), 2 integrantes de la Real Audiencia (el Fiscal Villota), 4 médicos, 2 miembros del Consulado (Belgrano), 13 funcionarios, 43 comerciantes y 18 que se calificaron como “vecinos”. 43 asistentes más no consignaron en qué carácter intervenían. Obviamente, en estas dos últimas categorías debieron haber revistado los patriotas que ingresaron sin haber sido “oficialmente” invitados.

Mientras tanto, la Plaza comenzó a ser copada por entusiastas barras favorables a los patriotas, encabezadas por Domingo French y Antonio Luis Berutti, que se denominaban: “chisperos” o la “Legión Infernal”, con cintas blancas colgadas de las galeras o de las solapas, y retratos de Fernando VII. Con estas insignias, querían simbolizar la “UNION de españoles americanos y europeos”, aludiendo a la igualdad en el trato y en las oportunidades que reclamaban para los criollos; que venían siendo relegados por los peninsulares. Esta ocupación de una plaza supuestamente “vallada” revelaba el grado de connivencia entre los aproximadamente 600 manifestantes y las tropas que debían guardarla. El objetivo era presionar al Cabildo para obtener el cese del Virrey.

El Escribano del Cabildo, Justo Núñez, abrió el debate y cedió la palabra al Obispo de Buenos Aires, Monseñor Benito Lué y Riega, quien expresó magistralmente la tesis de la supremacía española por sobre los criollos, en estos términos: “No solamente no hay por qué hacer novedad con el Virrey, sino que aún cuando no quedase parte alguna de la España que no estuviese sojuzgada, los españoles que se encontrasen en la América deben tomar y reasumir el mando de ellas y que éste sólo podría venir a manos de los hijos del país cuando ya no hubiese un español en él.  Aunque hubiese quedado un solo vocal de la Junta Central de Sevilla y arribase a nuestras playas, lo deberíamos recibir como al Soberano”. Ello enardeció los ánimos de los patriotas.

Una escena histórica muestra una plaza colonial con un edificio de fondo, donde se reúnen personas vestidas con trajes de época, un carruaje tirado por caballos y varios perros en el suelo.
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Los realistas habían jugado su carta más fuerte. Era la palabra del líder espiritual de la ciudad, contra la cual pocos atinaban a alzarse. En ese momento crítico del debate, los ojos patriotas confluyeron sobre el único capaz de rebatir sus argumentos, con solvencia. Se trataba de Juan José Castelli, la “Voz de la Revolución”, magnífico orador, y que, como abogado, había revertido procesos que se consideraban “perdidos” de antemano. Castelli aceptó el desafío y argumentó que, con la caída de la Junta Central de Sevilla, había caducado el Gobierno Soberano de España.  El Consejo de Regencia de Cádiz carecía de autoridad sobre América, por no haber delegado los americanos en él facultad alguna. En consecuencia, ante la ausencia del Rey, el pueblo de Buenos Aires debía reasumir su plena soberanía y decidir quiénes lo regirían, como se hacía en la Península.  Por eso no había diferencia entre españoles europeos y americanos; toda vez que aquéllos no habían engendrado “carneros” en nuestras tierras, sino a personas iguales y con los mismos derechos que los peninsulares; en obvia respuesta a la tesis del Obispo. Ante esta respuesta, Lué atinó a responder que no había venido a esta asamblea a debatir con nadie, sino, simplemente, a expresar libremente su opinión sobre el asunto que los convocaba.

El viejo marino Pascual Ruíz Huidobro, héroe de las Invasiones Inglesas, sostuvo el obvio argumento de que el Virrey representaba al Rey. No habiendo Rey, no tenía a quién representar; y en consecuencia, debía cesar en el mando y el Cabildo debía asumir en su reemplazo.

Los realistas replicaron por medio del Fiscal Manuel Villota, alegando, con toda lógica, que la ciudad de Buenos Aires no representaba a todo el Virreinato; y que la misma no podía decidir por todas las provincias. En consecuencia, nada se podía resolver sin consultarles previamente. Ante esta razonable objeción, Juan José Paso argumentó que Buenos Aires actuaba, en este acto, como una “hermana mayor” velando por las demás provincias, las cuales, luego serían invitadas a incorporarse a la nueva Junta que se designara.

Cornelio Saavedra propuso una fórmula demasiado moderada para el gusto de muchos: delegar el Gobierno en el Cabildo, hasta que éste constituya una Junta, en la forma que estimara conveniente. Como aún Cisneros tenía mucha influencia sobre el Cabildo, esta moción no terminaba de convencer en el bando patriota. Concluía Saavedra que "no queda duda de que el pueblo es el que confiere la autoridad o mando".

Ante el riesgo de perder la votación con la dispersión de los votos, el bando patriota decidió apoyar la moción de Saavedra; que resultó la ganadora. Computados los sufragios emitidos, 158 fueron por la remoción del Virrey, en sus distintas modalidades, 67 votaron por su permanencia y 26 no votaron o se retiraron antes de la elección. Como curiosidad, puede señalarse que casi todos los sacerdotes que votaron después de su superior, el Obispo Lué, lo hicieron a favor de Saavedra.

Habiendo triunfado la moción saavedrista, proclamó el Cabildo: “Hecha la regulación con el más prolijo examen resulta de ella que el Excmo Señor Virrey debe cesar en el mando y recae éste provisoriamente en el Excmo.  Cabildo hasta la erección de una Junta que ha de formar el mismo Excmo. Cabildo, en la manera que estime conveniente”.

Los regidores Manuel de Anchorena y José de Ocampo fueron los encargados de notificar a don Baltasar Hidalgo de Cisneros que había dejado de ser el último Virrey del Río de la Plata.

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