
La farsa de la “homofobia”: del Gulag a la patologización de la disidencia
La persecución al que piensa distinto por parte de la izquierda.
En el marco de la interpelación al ministro de Ganadería, Alfredo Fratti, por la polémica compra de tierras en homenaje a José Mujica, el Parlamento —la Casa de las Leyes, próxima a cumplir dos siglos de historia— fue escenario de un nuevo episodio bochornoso.
Lamentablemente, los exabruptos e insultos se han vuelto comprensibles en una época donde el diálogo civilizado y la argumentación mesurada escasean. Sin embargo, aunque nunca justificables, cabe recordar que mantener la compostura frente a un interlocutor que desconoce la lógica, recurre a la difamación sin pruebas y apela al ataque ad hominem, es una virtud al alcance de muy pocos hombres.
Pero lo interesante fue que un agravio común, tan reprochable como cualquier otro, terminó sirviendo de pretexto para un nuevo espectáculo circense inflado hasta el absurdo: la nueva izquierda progresista apareció rápidamente escupiendo la palabra homofobia por todos lados, reclamando la penalización.
La trampa semántica de las fobias y los delitos de odio
En tanto se goza de libertad de pensamiento y expresión, repeler la homosexualidad o la gordura es legítimo. Lo que no se puede es patologizar la disidencia, apelando a un término que pertenece al campo de la psiquiatría y señalando que la aversión implica alguna clase de fobia.

Más grave aún: la ingeniería ideológica de la nueva izquierda ha llegado al distópico punto de no solo patologizar el disenso, sino de penalizarlo. Hoy, incluso expresar rechazo a ciertas conductas se considera un delito. Una muestra clara del totalitarismo izquierdista.
La izquierda es homofóbica
La gran paradoja es que, si existe un movimiento político que ha perseguido a los homosexuales, no en el plano simbólico, sino en el más brutal y material de la represión estatal, ese movimiento ha sido la izquierda.
Karl Marx calificando a los homosexuales como “peores que pederastas”, Stalin describiéndolos como un “vicio burgués patológico”, Mao Tse Tung afirmando que eran una “perversión capitalista”, Fidel Castro sentenciando que “un homosexual no puede ser revolucionario”, o el Che Guevara enviándolos a campos de trabajo bajo la promesa de que “el trabajo los hará hombres”.
Estos no fueron simples exabruptos retóricos: en Cuba, bajo el régimen castrista, los homosexuales fueron perseguidos, encarcelados y enviados a campos de reeducación.
De la represión física a la represión cultural
Desde sus orígenes, el socialismo ha intentado imponer un modelo de sociedad basado en la igualación forzada. Las trágicas experiencias del socialismo del siglo XX demostraron su fracaso económico y moral. Sin embargo, lejos de desaparecer, se reinventó trasladando la lucha del plano económico al terreno cultural.

El socialismo del siglo XXI, incapaz de competir con el liberalismo económico, desplazó su batalla hacia el campo cultural, creando neologismos que patologizan la disidencia mediante la invención de “fobias” y “delitos de odio”.
El genocidio socialista
Aquel muro que dividió Berlín fue construido para impedir que los ciudadanos escaparan en busca de libertad. La imposición forzada del modelo socialista dejó millones de muertos por hambrunas como el Holodomor, purgas, ejecuciones y trabajos forzados en los Gulag.
En 1989, el muro fue derribado por quienes buscaban escapar del yugo del socialismo, demostrando que el socialismo es un sistema totalitario y fracasado.
De la lucha de clases a la batalla cultural
Con el triunfo del liberalismo económico tras la Guerra Fría, la izquierda ya no pudo confrontar su modelo económico. Se refugió en la retórica victimista del opresor-oprimido y desplazó su crítica al terreno cultural, levantando la bandera de las minorías “excluidas”.
El conservador como último muro de defensa
La nueva izquierda es más totalitaria que en el siglo XX: continúa usando el aparato represivo del Estado, pero ahora batalla en el campo intangible de la cultura, censurando y penalizando el pensamiento.

Lo cierto es que el socialismo del siglo XXI ya no teme al liberalismo, porque puede convivir con él mientras el mercado siga funcionando. Su verdadero adversario hoy es el conservadurismo, porque es el único que no se resigna a la demolición cultural.
Solo la derecha que entiende que la batalla decisiva es lingüística, antropológica, moral y civilizatoria —y no meramente económica— puede realmente enfrentar el proyecto inhumano de la nueva izquierda.
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