
En Uruguay el dios es el Estado: progresismo, centralismo y la idolatría del Estado
El leviatán encima de todo
En las últimas décadas, el mundo ha sido testigo de un fenómeno silencioso péro devastador: la consolidación de una cultura política que no solo reivindica al Estado como gestor, sino que lo sacraliza. Bajo el manto del progresismo, un entramado simbólico, académico y comunicacional ha elevado al aparato estatal al estatus de árbitro moral, fuente de sentido y única herramienta válida para ordenar la vida social. Este fenómeno no se limita a decisiones de gobierno; es una transformación del modo en que las sociedades entienden el poder, la verdad y la libertad. En Uruguay, un país con una larga tradición de estabilidad democrática y un sistema político profundamente arraigado en sus partidos tradicionales, este proceso adquiere matices particulares, pero no menos inquietantes.
Centralismo: una enfermedad estructural
El poder político tiende naturalmente a concentrarse, y el progresismo ha sabido capitalizar esa inclinación histórica. El centralismo no es solo una forma de organización estatal; es un patrón civilizatorio. Su avance erosiona la autonomía, reduce la capacidad de decisión de las comunidades, y mina los derechos de propiedad, que pasan a entenderse como concesiones del Estado y no como garantías individuales. En Uruguay, el centralismo ha sido una constante histórica, reforzada por la hegemonía de Montevideo sobre el interior del país. Desde el siglo XIX, los partidos tradicionales —el Partido Nacional (Blanco) y el Partido Colorado— han competido por el control del aparato estatal centralizado, consolidando un modelo en el que las decisiones clave se toman en la capital, dejando al interior en un rol subordinado.

En los modelos centralizados, las malas decisiones no se aíslan: se replican, se imponen y se institucionalizan. La posibilidad de corregir errores mediante la pluralidad de jurisdicciones desaparece, y con ella, también desaparece la libertad de elegir marcos normativos alternativos. En Uruguay, la falta de descentralización efectiva ha sido una crítica recurrente a los partidos tradicionales, que, a pesar de sus diferencias ideológicas, han mantenido un sistema de coparticipación clientelista que reparte los recursos del Estado entre sus bases electorales, sin cuestionar la centralidad del poder estatal. Este modelo, descrito como una “lucha por el reparto de los recursos del Estado sin mayores distinciones ideológicas,” ha erosionado la capacidad de innovación política y ha alimentado la percepción de los partidos tradicionales como estructuras anquilosadas, más preocupadas por perpetuarse que por transformar.
Progresismo como cultura dominante
Más que un programa político, el progresismo ha derivado en una cultura totalizante. No se presenta como una ideología, sino como una visión del mundo que define lo que puede ser dicho, pensado o deseado. Su hegemonía no se construye en los parlamentos, sino en los medios, las universidades, las redes y los manuales escolares. En Uruguay, esta dinámica es evidente en el ascenso del Frente Amplio (FA), que, desde su fundación en 1971 y especialmente tras gobernar entre 2005 y 2020, ha consolidado un discurso progresista que permea las instituciones culturales y educativas. Sin embargo, los partidos tradicionales no han sido inmunes a esta tendencia. Tanto el Partido Colorado como el Partido Nacional han adoptado, en mayor o menor medida, elementos del progresismo para mantenerse relevantes, diluyendo sus identidades históricas en un esfuerzo por captar el consenso moral de la época.
Quienes se apartan del consenso dominante son marcados mediante un sistema sofisticado de deslegitimación simbólica. En el contexto uruguayo, esta exclusión se manifiesta en la dificultad de los partidos tradicionales para articular críticas al progresismo sin ser acusados de retrógrados o derechistas extremos.
La ingeniería del lenguaje y la moralización del disenso
El progresismo ha logrado una de las operaciones más eficaces del poder moderno: controlar el lenguaje. A través de etiquetas, eslóganes y términos cargados emocionalmente, ha delimitado el marco del discurso público. En Uruguay, este control es visible en debates sobre temas como la igualdad de género, los derechos sociales o la memoria de la dictadura (1973-1985). Los partidos tradicionales han sido acusados de ceder ante esta ingeniería lingüística, adoptando términos y marcos impuestos por el FA para evitar ser estigmatizados. Esta incapacidad para proponer un lenguaje propio refleja una debilidad estructural: los partidos tradicionales no solo han perdido terreno electoral, sino también la capacidad de moldear la narrativa cultural, dejando que el progresismo defina los términos del debate.

Esta ingeniería lingüística no es accidental. Funciona como un sistema de exclusión simbólica que castiga a quienes no se alinean con los mandamientos morales del momento. Los partidos tradicionales, por su parte, han evitado confrontar directamente estos mecanismos, optando por una “tibieza”.
Ciencia, medios y academia: legitimadores del nuevo dogma
Todo poder necesita legitimación. En este caso, el trípode institucional que sostiene al progresismo dominante está compuesto por la academia, los medios tradicionales y una ciencia cada vez más instrumentalizada. En Uruguay, la Universidad de la República ha jugado un rol clave en la difusión de ideas progresistas, mientras que los medios han amplificado narrativas que refuerzan la centralidad del Estado como solución a los problemas sociales. Los partidos tradicionales, lejos de contrarrestar esta tendencia, han contribuido a ella al mantener un sistema de empresas públicas gestionadas políticamente, donde los cargos se reparten según lealtades partidarias, perpetuando una cultura de clientelismo que legitima la intervención estatal. Esta práctica, criticada desde hace décadas, refleja cómo los partidos tradicionales han sido cómplices en la sacralización del Estado, priorizando el control de sus recursos sobre la eficiencia o la autonomía ciudadana.
Durante la pandemia, esta alianza alcanzó su clímax: decisiones políticas revestidas de neutralidad científica, censura justificada como protección del bien común, y disenso tratado como amenaza. En Uruguay, la gestión de la pandemia por parte de la Coalición Multicolor (2020-2025), liderada por el Partido Nacional y apoyada por el Partido Colorado, fue presentada como un éxito técnico, pero no estuvo exenta de críticas por su enfoque centralizado y por limitar el debate público sobre medidas como la vacunación o las restricciones. La falta de una oposición robusta por parte de los partidos tradicionales a estas dinámicas reforzó la percepción de que todos los actores políticos, en última instancia, aceptan la primacía del Estado como árbitro supremo.
La sacralización del Estado: del administrador al ídolo
El fenómeno más profundo no es político, sino simbólico. El Estado moderno, lejos de ser una herramienta neutral, ha pasado a ocupar el lugar que antes tuvieron los dioses. En Uruguay, esta idolatría estatal tiene raíces profundas en el batllismo colorado, que a principios del siglo XX convirtió al Estado en un agente de modernización y bienestar. Sin embargo, lo que comenzó como una visión progresista se ha transformado en una dependencia estructural, donde tanto los partidos tradicionales como el FA disputan el control del Estado sin cuestionar su centralidad. La Coalición Multicolor, que asumió el poder en 2020 tras 15 años de gobiernos del FA, no rompió con este modelo, sino que lo adaptó a su propia lógica, manteniendo un sistema de prebendas y acuerdos interpartidarios que refuerzan la idea del Estado como fuente última de legitimidad.

Esta idolatría estatal ha vaciado de contenido la idea de ciudadanía, reemplazada por la figura del súbdito agradecido. Los partidos tradicionales han contribuido a este proceso al priorizar el clientelismo y la coparticipación en el poder sobre la promoción de la soberanía individual. Su incapacidad para articular una visión alternativa que limite el poder estatal los ha relegado a un rol secundario frente al ascenso del FA, que ha sabido capitalizar el desencanto con los partidos tradicionales para presentarse como la única alternativa viable, aunque igualmente dependiente del Estado como ídolo.
Contexto político reciente en Uruguay
El panorama político uruguayo reciente refleja estas tensiones. Desde el retorno a la democracia en 1985, Uruguay ha mantenido una estabilidad notable, con traspasos pacíficos de poder entre el Partido Colorado, el Partido Nacional y el FA. Sin embargo, el dominio histórico de los partidos tradicionales se ha erosionado. En las elecciones de 2019, el FA perdió el poder frente a la Coalición Multicolor, liderada por Luis Lacalle Pou (Partido Nacional), que incluyó al Partido Colorado, Cabildo Abierto y otros partidos menores. Este cambio marcó el fin de 15 años de gobiernos progresistas, pero no supuso un quiebre con el modelo estatal centralizado.
La investidura de Yamandú Orsi (FA) en marzo de 2025, tras su victoria en las elecciones de 2024, fue celebrada como un ejemplo de convivencia política, con un discurso conciliador que resaltó la tradición negociadora de Uruguay. Sin embargo, esta armonía también puede interpretarse como una aceptación tácita de la centralidad del Estado por parte de todos los actores políticos. La fortaleza de los partidos uruguayos, que gozan de una aceptación ciudadana inusual en la región, no ha impedido que sean criticados por su falta de innovación y por perpetuar un sistema donde el poder estatal es incuestionable.
El surgimiento de Cabildo Abierto en 2019, el primer partido en un siglo que no proviene de una escisión de los partidos tradicionales, señaló un descontento con el establishment político, incluidos los partidos tradicionales, acusados de tibieza ideológica y de ceder ante el progresismo dominante. Asimismo, la aparición de un nuevo partido liberal en 2025, crítico de la “derecha acomplejada” y la “tibieza” de los partidos tradicionales, evidencia una creciente insatisfacción con su incapacidad para desafiar el consenso estatalista y progresista.
Repensar la libertad en tiempos de culto
La verdadera disidencia en nuestros días no consiste en cambiar de partido o de sigla, sino en cuestionar el altar mismo sobre el que se ha construido el nuevo orden simbólico. En Uruguay, esto implica desafiar la hegemonía del Estado centralizado, que los partidos tradicionales han sostenido durante casi dos siglos. La crítica a estos partidos no radica solo en su clientelismo o en su pérdida de identidad ideológica, sino en su complicidad con un sistema que sacraliza al Estado, limitando la autonomía individual y comunitaria.
Es tiempo de romper el hechizo. De volver a pensar la libertad no como una concesión, sino como un derecho originario. En Uruguay, esto requiere rediscutir el rol de los partidos tradicionales, cuya historia es inseparable de la nación, pero cuya incapacidad para adaptarse a los desafíos del presente los ha convertido en guardianes de un statu quo que asfixia la pluralidad. Recuperar la descentralización, la soberanía individual y el pluralismo institucional es un acto de resistencia cultural tanto como política. Solo así se podrá construir un Uruguay donde el Estado sea un servidor de los ciudadanos, y no su ídolo.
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