
Elogio de la reacción
Por qué la prudencia ante el cambio puede ser revolucionaria
En una época obsesionada con la transformación constante, defender la pausa reflexiva antes del cambio puede parecer anacrónico. Sin embargo, la prudencia reaccionaria —entendida no como rechazo ciego al progreso, sino como exigencia de comprensión profunda antes de la reforma— podría ser la actitud más necesaria y verdaderamente revolucionaria de nuestro tiempo.
El estigma de un término mal comprendido
En el teatro político contemporáneo, pocas palabras cargan con tanto desprecio como "reaccionario". Se ha convertido en el epíteto preferido para descalificar a quienes cuestionan cualquier propuesta de cambio, sin importar su naturaleza o consecuencias. La izquierda política lo utiliza habitualmente como adjetivo denigrante del sustantivo "derecha", pero su uso se extiende mucho más allá: proyectos reaccionarios, ideas reaccionarias, propuestas reaccionarias. En el consenso político actual, ser tildado de reaccionario equivale a ser etiquetado como enemigo del progreso, esa deidad secular ante la cual todos los políticos, sin distinción ideológica, parecen rendir pleitesía.
Sin embargo, aquí yace una confusión fundamental que merece ser aclarada. Debemos distinguir cuidadosamente entre reacción como actitud política y reaccionarismo como ideología sistemática. Mientras el reaccionarismo puede efectivamente representar un rechazo dogmático a todo cambio y una nostalgia romántica por un pasado idealizado, la reacción como actitud política constituye algo muy diferente: una disposición prudencial que exige comprensión antes que transformación, conocimiento antes que demolición.
Quizás también te interese...Argentina achica Estado y izquierda uruguaya entra en pánico
La sabiduría de preferir lo conocido
La reacción, tal como la entiendo y defiendo en estas páginas, encuentra su mejor expresión en las palabras del filósofo británico Michael Oakeshott. En su ensayo clásico "On Being Conservative", Oakeshott describe con precisión quirúrgica esta disposición anímica: "preferir lo familiar a lo desconocido; preferir lo probado a lo no probado, el hecho al misterio, lo actual a lo posible, lo limitado a lo ilimitado, lo cercano a lo distante, lo suficiente a lo superabundante, lo conveniente a lo perfecto, la risa presente a la alegría utópica" (en Rationalism in politics and other essays, p. 169).
Esta enumeración no es casual ni caprichosa. Cada preferencia señala hacia una sabiduría práctica acumulada a través de generaciones. Lo familiar no es mejor que lo desconocido por una cualidad intrínseca, sino porque permite la planificación, la previsión, la construcción de proyectos de vida sobre terreno firme. Lo probado aventaja a lo no probado porque sus consecuencias son conocidas, sus riesgos medidos, sus beneficios comprobados.
La reacción, entendida de esta manera, constituye la manifestación externa de esta disposición conservadora cuando lo actual se ve amenazado por pretensiones, planes o proyectos de transformación radical. No es un rechazo automático al cambio, sino una demanda de prudencia: una suspensión del proceso de reforma hasta poder sopesar adecuadamente sus pros y contras, evaluar la conveniencia de la modificación propuesta, y sobre todo, comprender cabalmente qué se está alterando y por qué.
La parábola fundamental de Chesterton
G.K. Chesterton, ese maestro de la paradoja constructiva, ilustró este principio con una imagen que se ha vuelto clásica en el pensamiento conservador. Imaginemos, nos dice, una valla o cerco erigido atravesando una calle (véase, The Thing, Sheed & Ward, Londres, 1946, pp. 29-30). Ante ella se plantean dos tipos de reformadores.

El reformador moderno, imbuido del espíritu de cambio por el cambio mismo, se acerca alegremente y declara: "No veo el uso de esto; procedamos a retirarlo". Su contraparte, un reformador más reflexivo, responde con firmeza: "Si no ves su uso, no permitiré que la retires. Aléjate y piensa. Cuando vuelvas y me expliques por qué fue colocada allí originalmente, entonces podremos discutir si debe ser removida".
La profundidad de esta parábola merece ser explorada detenidamente. La valla no creció allí por generación espontánea; alguien la colocó por alguna razón. Hasta que no conozcamos esa razón —hasta que no entendamos el problema que pretendía resolver, la necesidad que buscaba satisfacer, el peligro del que intentaba proteger— no estamos en condiciones de juzgar si debe permanecer o ser eliminada.
El punto de Chesterton trasciende la anécdota de la valla. Nos está diciendo algo fundamental sobre la naturaleza del conocimiento necesario para la reforma social: nadie puede pretender reformar algo si no comprende primero cómo surgió y qué propósitos cumple o cumplió.
Quizás también te interese...Derrumbe de la izquierda: nace nueva derecha
La complejidad de las instituciones sociales
Ahora bien, la metáfora de Chesterton, por iluminadora que sea, debe ser aplicada con cuidado cuando pasamos del mundo de los objetos físicos al universo infinitamente más complejo de las instituciones sociales. Los hábitos, costumbres, prácticas, creencias e instituciones que conforman el tejido social no fueron "colocados" por nadie en particular. No existió, en la mayoría de los casos, una voluntad consciente y deliberada dirigida a su establecimiento.
Esta diferencia es crucial. Mientras una valla física fue construida por alguien identificable con un propósito específico, las instituciones sociales emergen típicamente a través de procesos evolutivos complejos, mediante la interacción de millones de decisiones individuales a lo largo del tiempo. Son el resultado de lo que los economistas austriacos llamarían "orden espontáneo" y los filósofos escoceses del siglo XVIII denominaban "consecuencias no intencionadas de la acción humana".
Sin embargo, esta complejidad adicional no invalida el principio de Chesterton; al contrario, lo hace aún más relevante. Si debemos ser cuidadosos antes de remover una simple valla cuyo propósito desconocemos, ¿cuánto más prudentes deberíamos ser antes de desmantelar instituciones cuya génesis y funciones son infinitamente más complejas?
El nacimiento del constructivismo social
Para entender completamente el valor de la prudencia reaccionaria, debemos examinar la filosofía que se le opone: el constructivismo social que nace con la Modernidad. Esta corriente de pensamiento, que alcanza su apogeo en el siglo XVIII pero cuyas raíces se remontan más atrás, parte de una premisa fundamental: las sociedades humanas pueden ser comprendidas y reformadas mediante la aplicación de la razón, de manera similar a como la ciencia natural comprende y manipula el mundo físico.
Hannah Arendt, en su monumental obra "La Condición Humana", identificó este cambio como el paso de la ¨vita contemplativa¨ a la ¨vita activa¨. El ser humano moderno ya no se contenta con contemplar el mundo y buscar su lugar en él; ahora busca activamente transformarlo, moldearlo según sus designios, convertirse en el arquitecto de su propio destino colectivo.
Esta transformación filosófica tiene consecuencias prácticas inmensas. Si las sociedades son construcciones artificiales —si fueron creadas mediante algún tipo de "contrato social" como imaginaban los filósofos ilustrados— entonces pueden ser reconstruidas desde cero mediante la aplicación de la razón. El progresismo ilimitado y la confianza absoluta en la capacidad transformadora de la razón práctica nacen precisamente de esta concepción.
Las advertencias tempranas: Mandeville y los límites del cambio
No todos los pensadores ilustrados compartían este optimismo racionalista. Bernard Mandeville, ese provocador holandés afincado en Inglaterra, lanzó a principios del siglo XVIII una advertencia que resonará a través de los siglos. En su escandalosa "Fábula de las abejas", Mandeville no solo defendió la paradoja de que los vicios privados podían producir beneficios públicos —tesis que escandalizó a la intelectualidad europea de su tiempo— sino que ilustró algo mucho más profundo: las consecuencias no deseadas e impredecibles de los cambios sociales radicales.

La fábula cuenta la historia de una próspera colmena donde reinaban el egoísmo y el vicio, pero que funcionaba admirablemente. Cuando los reformadores morales lograron imponer la virtud perfecta, la colmena colapsó en la miseria. La moraleja que pocos captaron en su momento era devastadora: los cambios totales realizados de arriba hacia abajo, por bien intencionados que sean, generan consecuencias que nadie puede prever completamente.
Mientras los ¨philosophes¨ franceses soñaban con aplicar la mecánica newtoniana a los asuntos humanos —convencidos de que todo podía ser cambiado mediante la aplicación correcta de la razón— los pensadores escoceses como Adam Smith, David Hume y Adam Ferguson desarrollaban una comprensión mucho más sofisticada de la sociedad. Ellos entendían que existía un orden espontáneo en los asuntos humanos, un orden que no había sido diseñado por nadie pero que funcionaba precisamente por eso.
El principio de Bastiat: lo visible y lo invisible
Frédéric Bastiat, el economista francés del siglo XIX, articuló otro principio fundamental para la prudencia reaccionaria: la necesidad de contemplar no solo "lo que se ve" sino también "lo que no se ve" al evaluar cualquier medida o propuesta. Este principio, aparentemente simple, encierra una sabiduría profunda sobre la naturaleza de los sistemas sociales complejos.
Cuando proponemos un cambio, tendemos a enfocarnos en sus efectos inmediatos y visibles. Pero toda alteración en el tejido social produce ondas que se extienden mucho más allá de lo inmediatamente perceptible. Una ley, una reforma, una revolución, no solo producen los efectos deseados y previstos; generan también una cascada de consecuencias secundarias, terciarias, que pueden manifestarse años o décadas después.
Los ingenieros sociales de todos los partidos políticos muestran una tendencia sistemática a sobrevalorar "lo que se ve" —el estado final deseado, los beneficios inmediatos de la reforma— mientras subestiman o ignoran completamente "lo que no se ve": las adaptaciones destruidas, las expectativas frustradas, los equilibrios rotos, las funciones latentes eliminadas.
La crítica profunda al constructivismo: conocimiento y transformación
El racionalismo constructivista que heredamos de la Ilustración más optimista contiene una contradicción fundamental que Marx, paradójicamente, expresó con claridad meridiana en su famosa Tesis XI sobre Feuerbach: "Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo".
Esta declaración, que se ha convertido en el grito de guerra de todos los revolucionarios, establece una falsa dicotomía entre comprensión y acción, entre interpretación y transformación. Marx sugiere que podemos pasar directamente a la transformación sin necesidad de una comprensión profunda. Pero aquí reside precisamente el error fundamental de esta tesis: desconocer que la condición ¨sine qua non¨ para cualquier transformación exitosa es el conocimiento profundo de aquello que se pretende cambiar.
En el proceso de intentar comprender verdaderamente una institución, una práctica, una costumbre, frecuentemente descubrimos funciones que no eran evidentes a primera vista. Lo que parecía un simple prejuicio arcaico puede revelarse como un mecanismo sutil de coordinación social. Lo que parecía una restricción irracional puede mostrar su rostro como una protección necesaria contra problemas que hemos olvidado que existían.
El pathos de la indignación y sus peligros
Marx también nos legó una expresión reveladora: el "pathos de la indignación". El intelectual progresista —y en esto muchos liberales no se quedan atrás— dedica enormes energías a catalogar las injusticias, inequidades, opresiones y miserias del mundo actual. Este catálogo de horrores sirve como justificación suficiente para la transformación radical. Pero mientras más tiempo se invierte en la indignación, menos se dedica a la comprensión.
En todo revolucionario, en todo ingeniero social, late esta convicción: el mundo actual es tan evidentemente defectuoso que cualquier cambio será para mejor. Esta certeza los exime, en su mente, de la obligación de entender profundamente lo que pretenden destruir. Después de todo, ¿para qué perder tiempo estudiando un sistema que será reemplazado?
Esta actitud alcanza su expresión más siniestra en la justificación del terror revolucionario. Robespierre, en sus "Principios de Moral Política", articula con escalofriante claridad la lógica última del constructivismo radical: "Si la fuerza del gobierno popular es, en tiempo de paz, la virtud, la fuerza del gobierno popular en tiempo de revolución es, al mismo tiempo, la virtud y el terror. La virtud, sin la cual el terror es cosa funesta; el terror, sin el cual la virtud es impotente".
El valor intrínseco de lo existente
La prudencia reaccionaria parte de un principio que puede parecer conservador pero que encierra una profunda sabiduría: el ¨status quo¨ posee un valor intrínseco por el simple hecho de existir y mantenerse (siempre que no dependa de la represión sistemática o la violencia). Este principio requiere una explicación cuidadosa para no ser malinterpretado.
No se trata de afirmar que todo lo que existe es bueno o justo. Se trata de reconocer que lo existente ha pasado una prueba que ningún modelo ideal puede presumir: la prueba de la realidad. Ha sobrevivido al contacto con las complejidades del mundo real, ha demostrado su viabilidad práctica, ha generado adaptaciones y expectativas a su alrededor.
Pensémoslo de esta manera: en cada momento histórico, existen infinitas configuraciones sociales posibles. De todas ellas, solo una se materializa y perdura. Esta supervivencia no es accidental; indica que esa configuración particular ha resuelto, aunque sea imperfectamente, una serie de problemas de coordinación social, ha satisfecho un conjunto mínimo de necesidades, ha mantenido un equilibrio entre fuerzas contrapuestas.
La trampa epistemológica de los modelos ideales
Cuando comparamos la realidad existente con un modelo ideal de sociedad, caemos en lo que podríamos llamar una trampa epistemológica. Estamos comparando entidades de naturaleza fundamentalmente diferente: por un lado, una realidad concreta con todas sus imperfecciones pero también con todas sus adaptaciones funcionales; por el otro, una construcción mental que, por definición, puede ser tan perfecta como nuestra imaginación lo permita.
El modelo ideal habita necesariamente en el futuro, es una promesa, una aspiración. Pertenece al reino de las ideas, donde no existen las fricciones de la implementación, los costos de transición, las resistencias humanas, las consecuencias no previstas. La realidad presente, en cambio, es el resultado de millones de ajustes, compromisos y adaptaciones. Ha sido moldeada por fuerzas que quizás no comprendemos completamente pero que han dejado su marca.

Esta diferencia ontológica entre lo real y lo ideal no puede ser salvada mediante un simple acto de voluntad. El revolucionario que proclama "fiat iustitia pereat mundus" (hágase justicia aunque perezca el mundo) revela precisamente esta ceguera: está dispuesto a sacrificar un mundo real, con todas sus imperfecciones pero también con toda su riqueza adaptativa, por un modelo que existe solo en su mente.
Los costos ocultos del cambio radical
Todo cambio social tiene costos, y estos van mucho más allá de los recursos materiales necesarios para implementarlo. Cada institución existente, cada práctica establecida, cada costumbre arraigada, ha generado a su alrededor un ecosistema de expectativas y adaptaciones. Las personas han construido sus vidas asumiendo cierta estabilidad en las reglas del juego social.
Cuando alteramos radicalmente estas reglas, no solo cambiamos el presente y el futuro; en cierto sentido, también cambiamos retroactivamente el pasado. Las decisiones tomadas bajo el antiguo régimen, perfectamente racionales en su momento, pueden volverse súbitamente contraproducentes. Los esfuerzos realizados, las inversiones hechas, los compromisos asumidos, todo puede perder sentido de la noche a la mañana.
Este es uno de los aspectos más crueles y menos considerados de las transformaciones radicales. El reformador ve hacia adelante, hacia el brillante futuro que imagina. Pero detrás quedan millones de vidas construidas sobre premisas que súbitamente se vuelven obsoletas. La prudencia reaccionaria nos recuerda que estas vidas también tienen valor, que estas expectativas legítimas merecen consideración.
La falsa dicotomía entre interpretación y transformación
Volvamos a la provocadora tesis de Marx sobre Feuerbach. La oposición que plantea entre interpretar el mundo y transformarlo es no sólo falsa sino peligrosa. En realidad, la interpretación profunda es la condición necesaria para cualquier transformación exitosa. Más aún: en el proceso de interpretación verdaderamente profunda, frecuentemente descubrimos que la transformación que imaginábamos necesaria es, o bien innecesaria, o bien debe tomar una forma muy diferente a la inicialmente concebida.
Los grandes reformadores exitosos de la historia —aquellos cuyas reformas perduraron y mejoraron genuinamente la condición humana— fueron primero grandes intérpretes de su realidad. Comprendieron profundamente lo que querían cambiar, identificaron con precisión los puntos de intervención efectivos, anticiparon las resistencias y adaptaciones necesarias.
El método científico y sus límites en lo social
Los ingenieros sociales frecuentemente invocan el método científico como justificación para sus experimentos sociales. Si la ciencia progresa mediante hipótesis, experimentación y corrección de errores, ¿por qué no puede hacer lo mismo la reforma social? La respuesta revela una diferencia fundamental entre el mundo natural y el social.
En el laboratorio, podemos repetir experimentos, aislar variables, descartar resultados fallidos sin consecuencias permanentes. En la sociedad, cada "experimento" altera irreversiblemente el tejido social. No podemos volver atrás y "repetir el experimento" con condiciones ligeramente diferentes. Los seres humanos no son partículas en un acelerador ni ratones en un laberinto; son sujetos con derechos, con dignidad, con proyectos de vida que merecen respeto. Como señaló Robert Nozick con su habitual agudeza, hay cosas que no podemos hacer a las personas sin violar sus derechos fundamentales, incluso si el resultado agregado fuera positivo. El método de ensayo y error, tan fructífero en las ciencias naturales, encuentra límites éticos infranqueables cuando se aplica a seres humanos.
El verdadero radicalismo de la prudencia
Concluyo con una paradoja que espero haya quedado clara a lo largo de esta reflexión: en un mundo obsesionado con el cambio por el cambio mismo, la actitud verdaderamente radical puede ser la prudencia reaccionaria. Cuando todos corren hacia adelante sin mirar dónde pisan, detenerse a examinar el terreno no es cobardía sino sabiduría.
La reacción prudente no es enemiga del progreso genuino. Al contrario, es su condición de posibilidad. Solo comprendiendo profundamente lo que tenemos podemos mejorarlo sin destruir inadvertidamente aquello que, aunque imperfecto, cumple funciones vitales. Solo respetando la complejidad de lo existente podemos aspirar a reformas que perduren y mejoren genuinamente la condición humana.
En última instancia, la prudencia reaccionaria es un acto de humildad intelectual. Es reconocer que el mundo es más complejo que nuestros modelos, que las sociedades humanas no son máquinas que podamos desarmar y reconstruir a voluntad, que cada generación hereda un legado imperfecto pero valioso que debe ser comprendido antes de ser transformado.
En tiempos de cambio acelerado y transformación constante, esta humildad no es conservadurismo obtuso sino sabiduría necesaria. Es, quizás, la actitud más revolucionaria de todas: la que insiste en que antes de derribar la valla, debemos entender por qué está allí. Solo entonces podremos decidir, con conocimiento y prudencia, si debe permanecer o si ha llegado el momento de removerla.
Más noticias: