
Un apagón más, cortesía del monopolio estatal
El Estado y sus empresas monopólicas que nos mantienen en el subdesarrollo
Mientras miles de uruguayos padecían la interrupción del suministro eléctrico en plena tarde del jueves 15 de mayo, desde las oficinas refrigeradas de UTE se ensayaban los mismos comunicados complacientes de siempre. La explicación oficial: una “falla” —eufemismo de manual— en un cable subterráneo “absolutamente confiable” (palabras del propio gerente de operaciones, Luis García), que dejó sin luz a unos 150.000 clientes en Montevideo.
El discurso del ente, como es habitual, oscila entre la autocomplacencia técnica y la negación burocrática. ¿Cómo puede fallar lo “absolutamente confiable”? ¿Cómo puede un sistema “totalmente redundante” dejar a medio Montevideo sin servicio durante casi una hora? La respuesta es simple, aunque políticamente incómoda: se trata de un monopolio estatal, anquilosado, sin incentivos reales para mejorar ni rendir cuentas ante los ciudadanos, que mantiene cautivos como clientes forzosos.
Ver también: el costo de los monopolios y rescates a medida
UTE actúa como si prestara un servicio gratuito por bondad institucional, cuando en realidad cobra tarifas entre las más altas de la región, administra recursos sin competencia real y se escuda en el mito de su eficiencia, mientras el país entero se apaga —literalmente— ante su ineptitud.
Este episodio no es una excepción, sino un síntoma más de lo que ocurre cuando el Estado se aferra a la provisión exclusiva de servicios que podrían —y deberían— abrirse al mercado, a la competencia, a la innovación y al control ciudadano efectivo. No se trata de privatizar por ideología, sino de romper la comodidad estructural de quienes operan sin competencia ni consecuencias.
También en crisis: la seguridad, otra víctima de estructuras intocables
Mientras en otros países se discute cómo avanzar hacia redes inteligentes, energías distribuidas y sistemas resilientes, Uruguay sigue confiando ciegamente en un monopolio que celebra la “normalidad” como si fuera un logro, cuando apenas es un retorno a la mediocridad habitual.

¿Hasta cuándo vamos a tolerar que la luz —un insumo básico en la vida moderna— dependa de la buena suerte? ¿Hasta cuándo vamos a resignarnos a que una empresa estatal nos hable con condescendencia técnica cada vez que nos deja a oscuras?
Y si el problema no es el cable, ¿será el sistema entero?
Tal vez el problema no sea el cable.Tal vez el verdadero desperfecto esté en ese sistema intocable que algunos siguen defendiendo como si fuera un templo.
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