
La santificación del guerrillero y asesino Mujica
El consenso socialdemócrata y su hipocresía para proteger el status quo y así su poder
Apenas se confirmó la muerte de José “Pepe” Mujica, los principales dirigentes políticos del Uruguay, de izquierda a centro, comenzaron una competencia olímpica de elogios póstumos. El expresidente, exsenador, exlíder tupamaro, fue despedido con palabras que lo elevaban al panteón de los héroes nacionales. Y así, entre lágrimas televisadas, tuits protocolares y coronas de flores bien regadas por fondos públicos, se ofició el funeral no solo de un hombre, sino del último atisbo de honestidad política.
La clase dirigente se rindió a un consenso socialdemócrata tan forzado como predecible. Mujica, que en su juventud atracaba bancos y secuestraba diplomáticos en nombre de la revolución, se convirtió en un ícono pop. No por sus ideas, ni por sus políticas, sino por su aura de "sabio de la chacra" y sus frases masticadas de filosofía barata.
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Hipocresía institucionalizada: ese fue el verdadero protagonista del velorio nacional. Desde los nacionalistas que antaño lo acusaban de socavar la democracia, hasta los centristas que nunca compartieron ni su historia ni su visión del país, todos desfilaron ante el ataúd para pronunciar lo políticamente correcto: que Mujica fue un hombre de diálogo, un símbolo de reconciliación, una figura austera y entrañable.

Pero detrás del velo del respeto fúnebre, quedan sin resolver las preguntas incómodas. ¿Cómo se digiere que un país que se jacta de su institucionalidad democrática despida con honores a un exguerrillero? ¿Dónde quedó el juicio crítico ante un personaje que, aunque se haya reciclado como abuelo de la nación, fue partícipe de una etapa violenta de nuestra historia?
Mientras tanto: el privilegio no murió con Mujica
La muerte de Mujica, más que un cierre de ciclo, deja al descubierto la incapacidad del sistema político uruguayo de sostener posturas firmes sin caer en la condescendencia posmoderna. En la nueva liturgia progresista, todos los pecados se lavan con un discurso moderado y un par de selfies con camisas sin corbata.
Así, mientras la figura de Mujica se momifica en bronce y memoria selectiva, Uruguay despide al hombre —y entierra con él lo poco que quedaba de debate genuino sobre su legado.
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